Fotocopia de una fotocopia

Estoy bastante segura de que no soy la única que ha hablado del tema en este sitio. ¿Cómo podría, si no hay mes como abril para hablar del libro? El libro, herramienta educativa, fuente de entretención y semilla de cultura, que sin embargo, no es tan universalmente accesible como a veces deseamos creer.

Desde hace años, la práctica de fotocopiar materiales de estudio es algo común entre la población. Imagen por cottonbro, en Pexels.com

Desde pequeña, cuando apenas podía alcanzar el mesón de mi biblioteca escolar, tuve la suerte de tener cerca adultos que potenciaron mi interés en la lectura, por lo que nunca sufrí dificultades para acercarme a la misma con todos sus beneficios. De hecho, estoy convencida de que uno de los factores que me llevaron a estudiar periodismo, yace ahí. Sin embargo, al crecer no sólo llegué a apoyarme cómodamente en el mesón, sino que también pude ver más allá del mismo: hacia los niños que por muchas razones, nunca sintieron el mismo entusiasmo por el papel. En mi ignorancia, nunca se me ocurrió pensar que podía haber algo más que simple diferencia de gustos detrás de ello. Ingenuidad, también, pero sobre todo ignorancia.

Hoy en día, cuando por azares del destino termino tocando el tema con alguien, lo primero que se me viene a la mente es lo difícil que resulta comprar libros cuando al mismo tiempo tienes que preocuparte de distribuir tus finanzas en comida, educación, transporte y servicios básicos. Aunque lo intente, apenas me puedo imaginar cómo debe ser para personas que están a cargo de otras. Así que, si bien son muchos los factores, he notado que la abstención de leer por razones económicas, es mucho más frecuente de lo que a cualquiera le gustaría.

Con la noción omnipresente de que poseemos uno de los impuestos al libro más altos, se me antoja una ironía entre dulce y amarga que haya grandes escritores en nuestra historia. ¿Por qué? Pues que porque hay bibliotecas, hay servicios públicos y no es un misterio que también hay piratería. Pero nunca olvidaré cierto evento de mi infancia, que sólo al crecer logré sopesar adecuadamente. Yo iba mucho a la biblioteca, así que naturalmente me familiaricé con la bibliotecaria. Una mujer dulce, que un día vi triste, porque la abuela de un estudiante fue a ver si podía pedir un libro que tenía que leer su nieto. Lamentablemente no quedaban ejemplares, pero le ofreció una fotocopia de una fotocopia del libro, que salía 500 pesos. Esa abuelita no tenía los 500 pesos. Ni 300. Ni 100. La bibliotecaria le regaló la fotocopia, pero el hecho de que se llegue a un punto en que alguien ni siquiera pueda pensar esa alternativa… ni siquiera tiene un sabor al que compararse.

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