Eichmann en Jerusalén: la banalidad del mal de Hannah Arendt

El ensayo de la filósofa judío alemana que descifró el mal de nuestra modernidad

Cuando el The New Yorker le pidió a Hannah Arendt en el año 1963 que acudiera al juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén como corresponsal –y solo como corresponsal nada más–, la revista literaria estadounidense no esperó que la pensadora esgrimiría un ensayo filosófico de más de cuatrocientas páginas.

Publicado originalmente ese mismo año como «Eichmann en Jerusalén», el ensayo remeció al mundo de la posguerra al percatarse sobre el extenso pensamiento que la autora tenia acerca del mal.

Tanto el universo de la academia, la comunidad judía y hasta los propios familiares de la filósofa, todos quedaron estupefactos al conocer la reflexión para con Adolf Eichmann, ex teniente coronel de las filas del führer, acusado por crímenes en contra de la humanidad. En concreto, de llevar a cientos de personas a las cámaras de gas en su posición burocrática, en la operación conocida como ‘La solución final’.

Y es que fue la personalidad del acusado y su rango, lo que llevó a Hannah Arendt a concluir que el mayor mal puede ser perpetuado por los hombres que se rehúsan a ser personas. Aquellos seres humanos que no tienen motivos, ni buenos ni malos – y en este caso ni siquiera el antisemitismo de Eichmann–, esos hombres y mujeres que dejan de pensar por sí mismos.

La banalidad del mal apunta a ese rasgo de la personalidad en aquellos que viven en regímenes totalitarios y autocráticos: seres que se niegan a pensar de manera crítica.

Eichmann durante el juicio. Imagen recopilada de La Vanguardia.com.

“Cuanto más se le escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente, para pensar desde el punto de vista de otra persona”, dice Arendt en su ensayo, en relación a Eichmann.

La proclividad del teniente coronel de seguir ordenes, la incapacidad para pensar y la incisiva lealtad al régimen, –sin siquiera haber matado a una persona con sus propias manos en su vida– fue crucial para desenmascarar la escalofriante maldad de la guerra en este ensayo que debe leerse, al menos, una vez en la vida.

“Ninguna relación tuve con la matanza de los judíos. Jamás di muerte a un judío, ni a persona alguna, judía o no. Jamás he matado un ser humano. Jamás di órdenes de matar a un judío o a una persona no judía. Lo niego rotundamente”, dijo el nazi, en el juicio.

 Sin embargo, cuando se le preguntó acerca de la lealtad para con el régimen, Adolf Eichmann no dudó en responder que: “hubiera matado a mi propio padre, si Hitler me lo hubiera ordenado”.

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