Víctima de la «manjarización»

manjar casero

La pastelería y mesa chilena comparten un ingrediente estrella, el manjar. Desde mi niñez he podido presenciar la felicidad que desata en muchos, pero no compartirla.

No importa cuantas milhojas pruebe o berlines lleguen a mi plato, nunca he podido formar parte del feliz grupo de amantes del manjar. Su sabor empalagoso y textura pegajosa han sido los dos factores más importantes en mi rechazo. Explicar aquello normalmente provoca sonidos de asombro y miradas incrédulas o genera momentos incómodos. Como los cumpleaños en los que debo preguntar disimuladamente el sabor de la torta y poder prepárame para rechazar mi porción de las manos de la abuelita o mamá del festejado.

Mi controversial gusto me ha llevado cotidianamente a situaciones como quedarme sin postre o estar destinada a darle a mi hermano todos los Mecanos, Mankekes o alfajores que recibía; y cómo olvidar lo monótona que se volvía mi once cuando la mermelada se acababa, y solo quedaba esa crema dorada al centro de la mesa. “¿Quién te manda a que no te guste el manjar?”, era la clásica y jocosa respuesta que me daba mi padre ante mis quejas, por ser el único miembro de mi familia que no compartía el amor por el relleno.

Ante la disyuntiva de no tener opciones de postre, lo más lógico sería ir a la pastelería o panadería más cercana para saciar mi antojo. Ojalá fuera así de fácil, entrar al local y salir con algo delicioso. Sin embargo, la realidad es que siempre encuentro un mostrador lleno de alfajores, cachitos, berlines y tortas, pero de nuevo todos rellenos de esa crema dorada, dulce y pegajosa. Discriminada de nuevo por la cocina tradicional chilena y su codependiente relación con el manjar.

En fin, estar inmersa en esta cultura que idolatra al manjar es parte de los desafíos de mi vida. Lo bueno es que siempre llega un pay de limón para rescatarme.

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