En lo que va del año, se han detectado seis casos positivos en controles de drogas realizados a choferes de locomoción colectiva. 

En mayo, la tragedia golpeó nuevamente al transporte público. El volcamiento del  taxibús en la comuna de Chiguayante dejó tres muertos y seis heridos. Minutos después, se confirmó una noticia alarmante: el conductor del vehículo habría dado positivo al control de cocaína.  

Es ahí cuando surge la interrogante que causa impotencia entre los testigos y quienes acostumbran a usar este medio: ¿cuántas personas más deben morir para que se tome en serio la fiscalización en el transporte público regional? ¿Dónde están las políticas públicas que prioricen el bienestar tanto de los trabajadores como de los usuarios?  

Lo sucedido en Chiguayante no es un hecho aislado; es una problemática que se ha repetido constantemente, dejando rastros de injusticia y vulnerabilidad en aquellas familias que ahora son testigos silenciosos de la misma muerte que les arrebató lo que más amaban. 

Entonces, ¿qué más se debe soportar para trasladarse dignamente? Ya no basta con aguantar viajes apretados, malos tratos ni falta de horarios. Hace mucho tiempo que el límite de velocidad ya no existe. Ahora, lo único que se mantiene en incertidumbre es lo siguiente: ¿llegaremos a casa sanos y salvos?           

La falta de fiscalización ha terminado en fatalidades para personas que jamás pensaron que serían ellas quienes aparecerían en televisión como víctimas de un conductor bajo la influencia de drogas.  

Por lo tanto, es necesario un control claro que verifique la salud tanto física como mental de los choferes de taxibuses, porque no se trata simplemente de un oficio, sino de asumir una responsabilidad mayor: una labor que coloca al chofer en posición de garante de la vida de cada pasajero. Cuando esa responsabilidad se deja al azar, lo que está en juego no es la calidad del transporte, sino la vida misma.

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